Recuerdo el olor a café por la mañana, los croissants calentitos, como recién salidos del horno. La sonrisa de mamá, impecable como siempre y hermosa como ninguna. La caminata hacia el Sacré-Cœur, mirando vidrieras al pasar y parándonos en cada esquina para contemplar las callesitas adoquinadas a nuestro paso. Las coloridas flores en lo alto de la colina, avisando la llegada de la primavera. El metro de Abesses, con ese olor tan característico que generan las ruedas tan peculiares de los vagones. El río Senne, la brisa al caminar. El Pont Neuf, con sus descansos en forma de arco tan particulares. El color verde de los árboles, tan verdes que resaltaban mas de lo usual al costado de cada puente recorrido. Un día de larga caminata que como era costumbre desembocaba frente a nuestra querida Tour Eiffel, que nos esperaba una vez más. Y la sonrisa de mamá.
La sonrisa de mamá es sin duda uno de mis recuerdos favoritos. Sus ojos, pequeños y achinaditos, contemplando cada detalle, como no queriéndose perder de nada, como queriendo retener cada cosa en su memoria, pero lo más impresionante.. como viéndolo todo por primera vez.
En mi cabeza, recuerdo como si hubiese sido ayer, había una frase que no dejaba de resonarme y que alguna vez había leído: uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida. Es así, uno siempre vuelve. En persona o en imaginación, pero uno siempre vuelve. Para volver a sentir el sentido de sus latidos y la inocencia al respirar en su pecho. Volvemos a los lugares en donde nos sentimos acogidos, volvemos a las personas que amamos y nos hacen sentir amados, volvemos a hacer las cosas que en algún momento nos hicieron felices. Uno vuelve. Y volver es bueno, siempre y cuando te haga soneír.
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